Con el corazón a mil después de leer el blog terminado,
empiezo a escribir. Ya va siendo hora…estamos a principios de Agosto y todo
terminó la primera semana de Julio. He sido incapaz de ponerme a escribir
seriamente sobre ello, porque la verdad es que, o tengo demasiado que contar, o
no sé qué decir. Bueno, ahí va.
Comenzamos
el curso de 2ºBach dando la brasa a Ana con que queríamos llevar a cabo la
locura de estrenar el Camino de Santiago en el Loreto. Fuimos convenciendo poco
a poco a algún profesor lanzado para que
se uniera; cómo no, el primero fue Ángel. Y Pedrillo. Fui acosando a Joserra
también, pero muy a mi pesar no fui lo suficientemente plasta…aún así se
involucró en el proyecto como el que más. Soto no paró de decirnos que no
sabíamos dónde nos metíamos, que íbamos a flipar con el viaje y que volveríamos
siendo otra persona. Como no, el jefazo dio en el clavo.
Dándonos
los números apresuradamente en la sala de profesores, se creó el primer símbolo
imprescindible de nuestra aventura, el grupo de WhatsApp…que aún sigue echando
humo.
Y sigues sin tener mucha idea de lo que se te viene encima, empiezas yendo al Decathlon de compritas alocadas. Hasta que te pruebas en tu casa la mochila con la dichosa capa inútil encima y comienzas a rezar para que no llueva y así puedas conservar la poca dignidad que aún te queda…pero en fin, los días de antes intentas entrenar un poco, saliendo a andar y domando las botas, y terminas haciendo la maleta por WhatsApp la noche de antes; a ver qué narices sacas de la mochila, que eso pesa mucho…
Y sigues sin tener mucha idea de lo que se te viene encima, empiezas yendo al Decathlon de compritas alocadas. Hasta que te pruebas en tu casa la mochila con la dichosa capa inútil encima y comienzas a rezar para que no llueva y así puedas conservar la poca dignidad que aún te queda…pero en fin, los días de antes intentas entrenar un poco, saliendo a andar y domando las botas, y terminas haciendo la maleta por WhatsApp la noche de antes; a ver qué narices sacas de la mochila, que eso pesa mucho…
El
caso es que llegamos a la estación. Y ya empiezas a ponerte nerviosa, y aún no
puedes hacerte a la idea de lo que va a pasar. Porque es en ese autobús donde
el reloj de arena se dio la vuelta, y comenzó la cuenta atrás. Yo desde el
principio dije algo así como… “estoy convencida que vamos a pasar por varias
etapas…” Intentaré poneros en situación, para que me entendáis:
PRIMERA
ETAPA: “Madre mía como pesa esta maldita mochila. Qué calor. Qué pintas. Qué
cansancio. ¿Quién me mandaría a mi venir? Es mi verano de los 18 y lo voy a
celebrar destrozándome los pies y andando como una loca. Dicen que El Camino te
cambia y la naturaleza te absorbe, yo no hago más que ver asfalto. Mira ese
imbécil en el coche, como se debe de estar partiendo de risa sentadito en el asiento.
Ay dios que olor a mierd…” Debo puntualizar, que la mayoría de las cosas que se
te pasan por la cabeza en esa primera etapa duran los dos primeros días. Bueno
excepto las quejas sobre el olor a mierda de vaca (yo no sé qué narices comerán
allí que es espantoso… para que os hagáis una idea, para mi olía como a
aceituna pasada) y el calor, que para mí fue lo peor.
Luego,
comienzas a empaparte del Camino y llegas a la SEGUNDA ETAPA, donde empiezas a
dejar de quejarte de tus pintas, donde la mochila ya comienza a amoldarse y a
formar parte de ti, donde los bosques de brujas y los peregrinos comienzan a aparecer.
Y empiezas a sentirte bien contigo misma, viendo que aunque te duela todo y
estés cansada, terminas las etapas. Que comienzas a encontrar a alguien que se
amolda muy bien a tu ritmo y con quien vas tranquila, sin necesidad de correr
para alcanzar a los que van delante.
Y es
en los últimos días, cuando entras en la ÚLTIMA ETAPA. No quieres que termine.
Ves que el cuenta kilómetros cada vez disminuye más y más, que muchos momentos
los pasas en silencio; dejándote llevar por unos pies que ya andan solos, por
unos ojos que ya saben disfrutar del paisaje dejando de mirar al suelo
continuamente para evitar tropezar, por un montón de pensamientos que te dan
conversación. Ahora que ya ha terminado, se describir mejor esas etapas. Durante
el Camino era algo así como…primero me quejaré de haberlo empezado, y cuando
comience a disfrutarlo volveré a quejarme; porque no querré que termine. Y fue
exactamente así.
La
palabra es “descubrir”. Descubres sitios mágicos. Descubres personas
extraordinarias. Momentos únicos. Te descubres a ti misma. Porque si mantienes
la mente abierta, la información se abre paso sola y busca un hueco. En el blog
me describen como “la mamá gallina” y me encanta. Porque durante el Camino pude
dejarme llevar y mostrarme tal y como soy. Yo creo que en ese aspecto, el pobre
Pedro flipó un poco… no paro de reír mientras escribo. El caso es, que monté
mis sesiones de estiramientos y cosas raras de yoga y pilates, muy de mi rollo.
También di mis masajes, un poco más flojitos que los de la experta Margarita
(la única que se atrevió a tocarme la espalda y descubrir qué narices hay ahí
dentro que cruje tanto). Me dejé llevar por las canciones que cantábamos a
grito pelao (nunca se me olvidará la entrada a Cebreiro, y la salida con
nuestra versión de “Stand by me”). Los abracitos antes de dormir de mi niña
Náyade, y su afición por los techos bajos,
alguna que otra lesión en la cabeza… Ay que me parto de risa. Mi
compañera de pasos, Estefanía, la niña más buena que conozco y que tanto se
hace querer. La niña-personaje con pinta de monitora, Julia, y sus abrazos
obligados, sus “hasta lueeeegoo” y sus risas estridentes. Teresa y sus andares
(ya mencionados en algún rincón del blog), la marmota de Jone, la radio-andante
de Cris… mi niña especial, Marta. Pero si algo me llevo de esta experiencia, es
el haber conocido a los tres valientes que se vinieron con este grupo de cotorras
locas. Y quien piense que esto es peloteo, que deje de leer. Ana, la jefa, y
sus instintos de líder, mezclados con brotes de mamá y risas de una amiga que
lanza pullitas y comentarios aciditos. Angelito (¡guapo!) y sus cafés
mañaneros, compañero de estrellas embotelladas y objetos perdidos. Pedrillo, y
sus risas de loco de la colina, sus conversaciones improvisadas de todo tipo y
su generosidad, conquistándonos cada noche por el estómago con chocolate
negro (uno de los mayores placeres de
este mundo). Y te llevas los personajes curiosos del camino, el famoso bombero,
la de los doce días, el sueco, Peter Pan el americano, los de Atocha, Manolo,
el de los cascabeles, la manada de los 150, las de Shiva, las alemanas, el
japonés adorable, el “Om”, los pata negra…
Tienes
tus momentos de subidón, sobre todo al quitarte las botas una vez terminadas
las etapas, o el llegar y descubrir que hay piscina en el pueblo, o tomarte un
pulpo y un Ribeiro a las doce de la mañana. Pero no os voy a engañar, también
tienes momentos malos. A mí, particularmente, siempre me pasaba lo mismo.
Cuando estabas a punto de terminar la etapa, te entraba el bajón y empezabas a
cabrearte, literalmente. Incluso algún que otro ataque de risa histérica (pobre
Angelito, creo que lo traumaticé). Porque estabas cansada y te dolían ya los
pies, porque hacía un calor asfixiante, por algún que otro roce de convivencia…
pero esos momentos duran poco, y se pasan. Ahora los recuerdo y pienso que no
son nada. Que no importan. Para mí, lo más difícil fue el tener que saltarme
una etapa. Iban pasando los días, y yo ya estaba muy motivada con el camino.
Veía que terminaba las etapas, que las ampollas eran soportables y que no todo
es para tanto. Pero el despertarme enferma y darme cuenta de que todo tiene un
límite me costó perderme el ansiado kilómetro cien y soltar alguna que otra
lagrimilla mientras estaba metida en la cama. Pero bueno, eso forma parte del
camino también, el descubrir hasta donde puedes llegar y saber parar a
reponerte, antes que cargarte el resto de lo que te queda por recorrer. A mí
también me hizo mella el estar lejos de casa (aunque mucha gente no lo crea),
pero yo es que soy muy casera.
Algo que metí en la mochila, porque pensaba
darle mucho uso, fue un cuadernillo para ir escribiendo. Porque estaba
convencida de que no pararía de escribir sobre todo lo que me pasaría. Y el
caso es que no hubo tiempo, disposición o qué se yo, pero ni lo abrí. No lo
considero una maldición ni nada por el estilo, porque tampoco es para tanto,
pero para mí el no haber podido escribir sobre esto hasta hoy, es una señal. A
pesar de mi memoria espantosa que mucha gente ya conoce, recuerdo algunos
momentos especiales… como por ejemplo, el encontrar un albergue con sábanas (yo
juro que grité de la emoción), las noches charlando todos juntos, el camino
hacia Sarria (magia pura), todos haciendo yoga en un salón lleno de muebles, la
mejor pizza de mi vida (manda narices que me la comiera en Galicia y no en
Italia), los riachuelos congelados que eran una gloria para los pies, las
canciones de campamento, la noche de guitarra frente a la chimenea, las trenzas
de espiga que le hacía a Marta cada noche antes de dormir, las muñecas de
famosa que cobraban vida por las tardes en cada pueblo, los gritos por teléfono
cada vez que llamaba el jefe de estudios, el “maldito montepollo” (yo creí que
me daba un “flus” subiéndolo), cocinar al lado de un alemán y querer cambiarle
la cena de la buena pinta que tenía, los ánimos del peregrino Manolo al final
de la etapa más dura (que estoy segura no habría terminado de no ser por
él)…pero sobretodo, la entrada a Santiago. Que la jefa no fue la única que
derramó algún que otro lagrimón. Recuerdo que llegué hecha polvo y con los pies
vendados porque no soportaba las ampollas, y el maldito gemelo subido durante
todo el día. Estoy convencida que el entrar cantando con algún que otro aplauso
de fondo fue lo que me dio ánimos a seguir. El nudo en la garganta se hacía más
fuerte a medida que pasabas la parte industrial y comenzabas a ver los semáforos,
los coches y la gente que te miraba. En fin, menos mal que llevaba la gorra.
Fue muy emocionante, más intenso de lo que me imaginaba.
Siempre quedará mi queja, ya que la voy a
escribir aquí también. A mí me faltó dormir en Santiago. Coger el tren por la
tarde me dio hasta rabia. Llegamos al andén por la mañana. Abrazas a tus padres
con una sonrisa tonta en la cara, sabiendo que por fin llegarás a tu casa, con
tu ducha, tu cama, y ropa que huela a jabón de verdad. Recuerdo que fue justo
esa noche cuando, sentada en la terraza, me di cuenta que de verdad había
acabado. Y que quería volver, porque mi cabeza seguía allí… entre los árboles y
las risas y cánticos de un grupo de peregrinos que se dejaban llevar todos
juntos. Y recuerdo que lloré, antes de dormir como una marmota durante trece
horas seguidas. El Camino me cambió, mi familia me lo notó también. Se notaba
que no quería estar en casa, que sentía que ese no era mi sitio y que incluso
me molestaba hablar. Mi etapa borde duró como una semana, luego ya me habitué y
me entró en la cabeza que había terminado y que no podía seguir así.
Ahora, después de casi un mes, me doy cuenta de
lo que me ha enseñado el Camino: superación, deseo de aprender, no quejarte por
tonterías…madurez. Siempre he dicho que la gente que se las va dando de madura,
ya deja de serlo por el mero hecho de ir alardeando. Pero te das cuenta que el
Camino te hace madurar, y aprender a apañarte tú sola. Y ahora cada vez que veo
un peregrino lo primero que me viene a la mente es un “buen camino” susurrado
muy bajito. Lo echo tanto de menos…Cada uno teníamos nuestros motivos para
hacer el Camino, y he de decir, por si alguien tiene alguna duda, que para ser
peregrino no tienes por qué ser creyente. No sé por qué la gente asocia la
peregrinación únicamente con la religión. Hay muchas otras razones, seguro que
encontraréis la vuestra. Yo sentí que era el momento justo para encontrarme a
mí misma (más motivos espirituales y personales que religiosos), el último año
con mis amigas y profesores, el paso hacia la universidad, el verano de los
dieciocho…no sé, vi que ese era mi momento especial y que no me arrepentiría de
lanzarme a caminar. Y no me equivoqué.
TIEMPO DE CAMINO Por Pedro Villahermosa
Es difícil precisar que motivaciones te empujan a emprender
el Camino después de un duro invierno, y
además unirte a un grupo de antiguas
alumnas que no sabes muy bien cuál va a ser su reacción ante una experiencia
tan especial, pero después de muchas dudas me incorporé al viaje con la
esperanza de dejar atrás unas semanas complejas y ver las cosas desde la
distancia, y una palabra que se me coló desde el principio fue el tiempo, el
concepto de su medida y de su definición en el que tanto nos esforzamos a
diario, pasa a tener otras consideraciones durante el trayecto.
Tiempo de caminar,
arranca con el amanecer para ver cada mañana como el sol se asoma entre colinas
y te sorprende andando, en medio de un paisaje rural, dejando que tus pies se
muevan a un ritmo natural, prehistórico, cada uno elige su marcha, coincidiendo
con otros que también deciden caminar deprisa o en solitario, pero siempre
buscando el punto de descanso donde reagruparse, donde recuperarse y empezar a
sentirse un grupo, empiezas a experimentar el valor de la solidaridad, de la
importancia de compartir ese bocadillo de sardinas, o ese chocolate, esa
cerveza, esos cuidados para los pies doloridos, esos masajes en la espalda,
luego la ruta continua lenta, con paradas para dibujar o apreciar una iglesia
románica, charlando, haciendo amistades con otros peregrinos, así hasta
encontrar el siguiente refugio.
Tiempo de descansar,
en refugios donde no encuentras habitaciones con aire acondicionado, o baño
privado, o camas blanditas, son albergues, de literas, con baños comunitarios,
cocinas compartidas, donde lo más importante es la alegría de los que ya
llegaron y la que aportan los que vienen por detrás, donde compartir cena y
sartenes con otros caminantes, jabón de lavar y pinzas para la colada, es el
momento de dejar que la tarde se deslice hacia el fresco de la noche, de valorar
una cena sencilla o de mandar mensajes a los que no vinieron para contarles tu
emoción.
Tiempo de soñar,
el bullicio se extingue en medio de las últimas risas en la litera de arriba,
del sonido grave de la respiración del más agotado o contemplando las
estrellas, esa Vía Láctea que de pequeño me decían era el Camino de Santiago, y
esperas que te sorprenda el amanecer junto a los más valientes, entre sueños de
un Camino que te conduce hasta el final de la Tierra, donde te dejas atrás todo
lo negativo, quedándote con esa emoción de compartir la ilusión de un grupo
donde todos ponen lo mejor de sí mismos
para convertir algo tan alejado de los tiempos actuales como caminar durante
jornadas, en una experiencia única que a todos nos llenó de energía positiva.
Gracias compañeros de Camino por enseñarme otra forma de
medir y valorar el tiempo, con vosotros se hace muy agradable ver amanecer cada
día.
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